Texto publicado en El Nuevo Día
Tenía hambre. Un fat food era la opción fast. Se anunciaba en el menú la introducción (por tiempo limitado) de una hamburguesa cien por ciento carne de verdad. La oferta era tentadora, incluso bajo la certeza de que mis niveles de colesterol quedarían maltrechos.
Con alguna duda, sucumbí ante la llamativa publicidad. Como hacemos en nuestra habitual lucha consumista y "afrentá". Por primera vez, devoré aquel comestible slash cartón comprimido.
Ante ese grasoso cuadro, pensé en otras veces que fueron “número uno”. Romperse la barbilla; que te corten el celular; que te canten Qué bonita bandera en la Luna; que te boten del trabajo junto a treinta mil más; que haya una peseta puertorriqueñizada; y que el nombre de un gobernador ciego o corrupto (o ambos) se le ponga al Centro de Convenciones.
Además, nos habita la ineludible y temerosa primera-única- ocasión de morirnos.
Existe un grado de miedo en todos los principios. Gobierna una sensación de incertidumbre. El paso hacia lo novel nos hace recelosos. Busca prevenir el devenir. Lo reciente nos resiente, como ocurre con Fortuño.
Esa suspicacia en los comienzos nace por la incapacidad de saber a lo que nos enfrentamos. ¿Será que al ser humano lo estremece desconocer el terreno jamás pisado? ¿Es pavor a errar, a meter las patas, a que no nos guste la comida?
Aunque, como en la gramática, hay excepciones. Más que temer el origen de sus decisiones, los mortales de la Caverna (o del Capitolio) legislan en estreno para desarticular el País. Disponen sin mesura.
Pasa que rememoramos con nostalgia la primera vez. La segunda y la tercera, y la octava o la décima, cruzan la línea de la recurrencia. Se nos olvida entre el ruido y la prisa que todos los días se viven por primera vez. No hay fotocopia de los ratos.
Por primera vez reúno estas letras. Posiblemente por primera vez me estás leyendo. Para que siempre sea por primera vez.
*Esta versión fue la que envié originalmente a El Nuevo Día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario