Al día siguiente, no murió nadie. El mundo se convirtió en un asilo de ancianos ansiosos y protestones, con un chorro de achaques y manías.
Rápido, olió a viejo. El agua maravilla comenzó a repugnarle al ala más joven de la población.
De golpe, la tarjeta de salud cerró operaciones sin aviso de retorno. Las medias de diabético de MEDENVÍOS se agotaron. Los chamacos, hartos de cuentos de abuelos refunfuñones y aburridos, buscaron la forma de cómo liquidar al vejestorio. Mas, por más que le escondieron las pastillas de la presión, por más que los empujaron por las escaleras con la silla de ruedas eléctrica y por más que nunca los volvieron a visitar a la égida, los matusalenes no fallecían. Ni la depresión, ni el desprecio, ni la arruga canosa lograron el descenso.
Las funerarias se declararon en quiebra. Y las farmacéuticas se hicieron aún más ricas.
Los desesperados incautaron libros de un tal dictador alemán para hallar referencias sobre exterminios masivos. Llamaron a George Bush para que asesorara sobre cómo devastar los pueblos. Procuraron al presidente de Guatemala y a su señora esposa, pero nada. Ni ellos que eran duchos con el tema del asesinato pudieron presentar alternativas viables.
Esta humanidad, viva y tal vez anacrónica, se burló de la muerte. Le tendió una jugarreta al destino. Ni el cielo acumularía ángeles, ni el infierno demonios.
Al tiempo, el calor, el hambre, el desorden, la lujuria, la pobreza, la escasez, el egoísmo, la mafia, el narcotráfico, el SIDA, en fin, la hacinada sobrepoblación vívida hizo que estallara la Tierra. Como si el propio universo de ensañara contra Sodoma y Gomorra.
Mick Jagger movió por última vez sus caderas. A Bigger Bang explosionó para culminar la existencia. Por fin, no hubo otro día siguiente. Dios y su antítesis sonrieron.
Inspirado en la novela de José Saramago, Intermitencias de la Muerte
No hay comentarios:
Publicar un comentario