Estoy
en un taxi de camino al aeropuerto de Lima. Salgo para Cusco en dos horas. A mi
lado un niño peruano me pregunta: “¿A qué suena el silencio?” A su
cuestionamiento decidimos buscarle contestación. Tratamos, entonces, de
escuchar el silencio en el tráfico infernal y temible de Lima. Un poco difícil,
claro. Pero en verdad queremos descubrir a qué suena el silencio. Nunca había
jugado ese juego antes. Y en algo tenemos que matar el tiempo. Estaremos, como
poco, una hora en el tapón limeño, uno peor que el del expreso en dirección a
Caguas, a las cinco y quince minutos de la tarde.
Luego de un rato entre carros, guaguas públicas (a lo loco), y bajo un cielo bastante gris, se nos hace complicado hallar el sonido del silencio. Las bocinas molestan. Los vendedores ambulantes (muchos de ellos menores de 10 años) también interrumpen nuestra búsqueda. Es cuando me dice el chiquillo, con algunas cartas de “Avengers” en una caja de cartón cerca de sus pies, que el silencio es imposible. Que a eso le suena el silencio, a un imposible.
La canción de Simon and Garfunkel se da “play” en mi cabeza. “People hearing without listening...”
Este nene me mira intensamente. Hasta me intimida. Está extrañado por mi acento, que le roba su silencio. Lo invado a preguntas, creyéndome periodista. Me gustan sus ojos, su pelo, su sabiduría.
El carro avanza un poco, y Matías, así se llama el nene que hoy acompaña a su padre taxista a trabajar, otra vez, de la nada, me da otra “bofetá”: “Papá dice que este mundo es cruel”.
No digo más. Callo. Miro hacia fuera, hacia el tapón y el cielo gris, pensando lo que este doncito de 7 años acaba de soltar. En eso un hombre, con su mano extendida y uñas bien sucias, nos pide un sol, una moneda. Qué “timing”, pienso. Así yo, en silencio, escribo esta columna en mi pequeña libreta de viaje.
Y en mi cabeza retumba un ruido más, que concluye que “people (are) talking without speaking”. Matías no es una de esas personas.
Luego de un rato entre carros, guaguas públicas (a lo loco), y bajo un cielo bastante gris, se nos hace complicado hallar el sonido del silencio. Las bocinas molestan. Los vendedores ambulantes (muchos de ellos menores de 10 años) también interrumpen nuestra búsqueda. Es cuando me dice el chiquillo, con algunas cartas de “Avengers” en una caja de cartón cerca de sus pies, que el silencio es imposible. Que a eso le suena el silencio, a un imposible.
La canción de Simon and Garfunkel se da “play” en mi cabeza. “People hearing without listening...”
Este nene me mira intensamente. Hasta me intimida. Está extrañado por mi acento, que le roba su silencio. Lo invado a preguntas, creyéndome periodista. Me gustan sus ojos, su pelo, su sabiduría.
El carro avanza un poco, y Matías, así se llama el nene que hoy acompaña a su padre taxista a trabajar, otra vez, de la nada, me da otra “bofetá”: “Papá dice que este mundo es cruel”.
No digo más. Callo. Miro hacia fuera, hacia el tapón y el cielo gris, pensando lo que este doncito de 7 años acaba de soltar. En eso un hombre, con su mano extendida y uñas bien sucias, nos pide un sol, una moneda. Qué “timing”, pienso. Así yo, en silencio, escribo esta columna en mi pequeña libreta de viaje.
Y en mi cabeza retumba un ruido más, que concluye que “people (are) talking without speaking”. Matías no es una de esas personas.
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